La Aldea de mi Padre

Por Christine Hakobyan

Lo que más me gusta en esta vida, lo que me hace sentir completa, plena, satisfecha son las charlas culturales; cada vez me sorprendo como una niña de lo diferentes que somos los armenios de unos pueblos tan cercanos (ya sea por la religión o por las relaciones que mantenemos) y a la vez lo parecidos que podemos llegar a ser con unos pueblos tan lejanos. No soy de escribir, soy más de hablar, pero la idea de poder escribiros sobre mi Armenia me hace mucha ilusión y hoy os voy a hablar del pueblo de mi padre.

Cuando era niña, hacía lo posible para no ir allí: me encargaba de un montón de cosas innecesarias que hacer durante el verano para que me dejaran en paz y no me molestaran para ir al pueblo. Era uno de estos lugares que veías y te dabas cuenta de que tenías que huir; que hasta Dios se había olvidado de su existencia: para sacar el agua tenía que caminar mucho tiempo con unas botellas en las manos y para poder bañarme, ¡ya imaginaos! No había ni un solo café, ni una sola atracción, no había nada de nada a dónde ir para jugar con tus amigos. Pero ¡qué amigos! Había muy pocos niños y ellos todos trabajaban en las montañas o en la fábrica. Había una cantidad tan pequeña de niños que uno de ellos tuvo que repetir el año escolar porque sus únicos compañeros (dos niños) se habían mudado, y el presupuesto no permitió pagar a los maestros para que dieran clase a un solo niño. Lógicamente, no había conexión a la red y el internet para los habitantes de este pueblo era simplemente una palabra rara que usaban los habitantes de las ciudades para fingir ser más inteligentes.

Esta lista de quejas se puede continuar añadiendo los bichos desagradables que jugaban encima de tu cuerpo cuando tratabas de dormir, los problemas que surgían cuando necesitabas comprar algo, que se te había olvidado aún cuando estabas en Goris (la ciudad más cercana del pueblo), de la tienda, que no existía en el pueblo. Bueno, no voy a prolongar, no era un lugar interesante y divertido para una niña que adoraba hacer preguntas, estudiar nuevas cosas y, para colmo de los males, no entendía el dialecto.

Los años pasaban, me llamaban mis parientes invitando a visitarles y yo, recordando estas malas experiencias, fingía tener mucho que hacer para que el rechazo fuera lo más educado posible. Y para tener la conciencia limpia me metía en unos talleres que no me interesaban, participaba en unos eventos que no tenían mucha importancia y demás.

Ahora, hablando de esto, siento una tremenda vergüenza: uno rechazando sus raíces no puede encontrar a sí misma en un futuro. Además de las charlas culturales, me sorprende la estupidez del ser humano. Tenemos una naturaleza estúpida, muy estúpida; empezamos a valorar las cosas cuando ya es muy tarde, ya lo hemos perdido o simplemente ya estamos lejos. El universo me dio la posibilidad de cambiarme de opinión y valorar mejor las prioridades de tal manera que no fuera muy tarde. Después de estar lejos de casa unos seis meses, encontrándome en un ambiente que me agradaba, me fascinaba pero que no era mío, yo me preguntaba quién era; una media armenia o una media europea o quizás nadie. Yo necesitaba encontrarme y una vez ya vuelta, lo primero que hice fue ir al pueblo de mi padre y eso cuando tenía que aprobar unos exámenes muy importantes, escribir mi tesis e ir a unas entrevistas de trabajo. Pero yo necesitaba encontrarme a mí misma para tener la base para un futuro emocionalmente seguro. Y sabéis, el pueblo sigue sin cafeterías, hay muchas casas abandonadas, pero ahora ya hay una tienda (aunque super pequeña), en casas durante unas cinco-seis horas al día hay agua potable, los niños siguen ayudando a sus padres trabajando en las montañas, pero ya se da más importancia al estudio; estudian realmente muy bien en la escuela y aprueban fácilmente los exámenes de ingreso en las universidades.

Ahora me pregunto si la vida antes era tan mala o yo tenía una actitud negativa. No es nada fácil vivir en una aldea montañosa en Armenia, pero estas dificultades te ayudan a forjar un carácter humano capaz de entender el dolor de las personas que te rodean y ayudarles con lo que puedas. Pasé una semana allí, en Harzhis, apagué el móvil y me conecté con la naturaleza. Por casualidad encontré las cartas de mi padre enviadas de la guerra y entendí quien soy yo: una niña que ha tenido la desgracia de nacer y crecer en un lugar donde hasta echas de menos  las puestas de sol.

 

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